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Panorama – 3° Informe Mensual OCIPEX.

Por Emanuel Bouza

 

Final del juego

“Ayer dialogué con el presidente de Argentina, Mauricio Macri. Hablamos sobre el rol del Estado en la innovación y por qué las políticas neoliberales fallan. No estoy segura de que lo haya entendido”. Estas palabras pertenecen a la reconocida especialista en economía de la innovación Mariana Mazzucato, y fueron subidas a su cuenta de twitter a poco de entrevistarse con Macri, en abril de 2016. En una nota más contemporánea, los mandatarios que se hicieron presentes la semana pasada en la Cumbre del G7 y que ciertamente le concedían un poco más de crédito al ex dirigente de Boca Juniors, hoy parecen prodigarle un gesto de lástima. Y, más importante aún, de incertidumbre.

En ese sentido, resulta interesante leer a varios analistas caracterizar el blindaje financiero 2.0 otorgado por el Fondo Monetario Internacional (FMI) como un respaldo político del establishment internacional a Cambiemos. En primer lugar, es destacable que se empiece a reconocer (aunque de forma algo tardía) que “el mejor equipo de los últimos 50 años” nunca contó con la pericia necesaria para conducir por sí mismo los destinos del país. El problema estriba, sin embargo, en que el pretendido espaldarazo antipopulista que el “primer mundo” estaría dando a la Argentina funcionó como tal sólo hasta mayo de este año. Desde el momento en que se puso en evidencia la incapacidad del equipo económico para dar mínima sostenibilidad a la brutal burbuja financiera especulativa de las LEBACS, y al igualmente brutal déficit externo, la preocupación de muchos de los principales actores globales viró desde el consabido “regreso del populismo” hacia un escenario con mucho mayores consecuencias sistémicas: un nuevo default de deuda.  En esa línea, el 20 de mayo el periódico canadiense The Globe and Mail publicó en uno de sus artículos de opinión que “actualmente, el temor es que Argentina sea el canario en la mina de carbón de los mercados emergentes. Está inusualmente expuesto al aumento de las tasas de interés mundiales, pero está lejos de estar solo. Hay indicios de que Turquía, Brasil, Rusia y Sudáfrica también enfrentan presiones similares.”

Dicho en otros términos, suena estrafalario pensar que los Estados centrales pondrán 55 mil millones de dólares de su bolsillo para evitar que Unidad Ciudadana gane las elecciones presidenciales de 2019. Disponen de métodos de injerencia en política interna mucho menos onerosos. De lo que se trata es de evitar que, en un contexto de discretísimo crecimiento de la economía mundial, surcado además por un aumento de la tasa de referencia de la Reserva Federal y por una “guerra fría” de aranceles entre Estados Unidos, China y la Unión Europea, la eventual cesación de pagos de nuestro país produzca un efecto contagio hacia otros países emergentes, como sucediera con Tailandia en el marco de la crisis asiática de 1997.  En ese momento, las luces de alarma se encendieron cuando el gobierno tailandés tuvo que devaluar su moneda -el bath- ante una masiva salida de capitales especulativos, decepcionados por un rendimiento de sus inversiones menor a lo esperado. Tras perder la divisa tailandesa un 80% de su valor, el resto vino en cadena: primeras suspensiones de pagos y bancarrotas; retirada de capitales, desplome de la economía tailandesa y golpe directo a las economías vecinas de los denominados “tigres asiáticos”: Corea del Sur, Indonesia y Malasia.

Un aspecto relevante de la crisis asiática fue, justamente, el rol desempeñado por el FMI. Su intervención consistió en disponer programas de “ayuda” para los países afectados por un valor de 111 mil millones de dólares, los cuales fueron desembolsados en varias etapas como reaseguro para la implementación de las medidas exigidas: devaluación, ajuste fiscal, liberalización comercial y financiera, eliminación de inversión en obra pública y aumento de la tasa de interés (¿suena familiar?). Estos programas de estabilización llevaron a una profunda recesión económica en la región, con caídas interanuales del PBI de hasta el 14%, y a un profundo deterioro político y social . Más aún, ni siquiera pudieron evitar que en los años sucesivos la crisis arrastrara también a Rusia (“efecto vodka”) y a Brasil (“efecto caipirinha”).

Este fracaso de las recetas ortodoxas del FMI para contener la volatilidad financiera global llevó a que, en septiembre de 1999, los ministros de finanzas y presidentes de bancos centrales del G7 emitieran una declaración acordando la creación del G20, concebido como un foro para reformular las instancias de coordinación y regulación macroeconómica y financiera internacional. Que nuestro país sea quien ejerce actualmente la presidencia de este Grupo demuestra que a la historia le atraen bastante las paradojas.

Muy lejos queda aquella ilusión nacida en Davos allá por enero de 2016, cuando un Macri exultante asistía al Foro Económico Mundial y se permitía  perfilar a la Argentina como una suerte de “alfil” al servicio de la restauración neoliberal en la región. Hoy, en cambio, tras dos años de liberalización financiera y desregulación de la cuenta de capital en los que se emitieron 142.948 millones de dólares de deuda y se fugaron 88.084 millones, nuestro país se parece más a una pieza de dominó tambaleante que amenaza la precaria estabilidad del sistema financiero internacional. Solo de esta manera se explica la premura con la que tanto Washington como Beijing salieron a respaldar el crédito stand by contraído con el Fondo.

Las condiciones de este salvataje (sistémico antes que doméstico) suponen que por cada dólar que el gobierno tomó prestado para apuntalar la bicicleta financiera y la fuga de capitales -sin destinar un céntimo a la generación de capacidad de repago- el FMI dispondrá un dólar equivalente para evitar el default. Pero que, en este caso, sí deberá devolverse. ¿Cómo? No, desde ya, con un shock de inversión productiva o con comercio administrado; menos aún con una restitución de gravámenes a la renta extraordinaria. La receta a aplicar huele bastante a naftalina, y supone un ajuste severo del gasto público y las transferencias a las provincias, libre flotación del tipo de cambio, reducción del salario real y liquidación del Fondo de Garantía de Sustentabilidad de la Anses. Todas medidas de shock y de renuncia casi total a la definición soberana de política económica. Pero que, vale decir, el macrismo buscaba asestar con otros plazos y de la mano de otro socio: la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).

A través del espejo

Los sucesivos y frustrados anuncios de que la OCDE finalmente invitará a la Argentina a iniciar su proceso de adhesión en este 2018 demuestran que hasta una “inserción inteligente en el mundo” puede sufrir falta de timing. En primer lugar, porque el ingreso a este autoproclamado “club de buenas prácticas” no depende únicamente de la voluntad del país interesado. El Consejo de la Organización es el único capaz de tomar la decisión de invitar y aceptar a nuevos miembros, y dicha resolución siempre es discrecional. Y si bien se viene considerando desde mediados de 2017 a los seis países que han expresado su intención de adherir como miembros plenos -Argentina, Brasil, Perú, Rumania, Bulgaria y Croacia-, aún se requiere de un consenso unánime para definir quiénes ingresaran y la secuencia que se seguirá.

Volviendo al caso argentino, al momento de formalizar la candidatura a la membresía plena en abril de 2017, el ahora “superministro” Nicolás Dujovne presentó el “Plan de Acción Argentina & OCDE 2016-2017”, compuesto por unos 65 compromisos asumidos por nuestro país, que nunca tuvieron tratamiento parlamentario. Dichos compromisos van desde incrementar la presencia en Comités Técnicos hasta adoptar en un futuro cercano tanto el “Código de Liberación de los Movimientos de Capitales” como el “Código de Liberación de Operaciones Corrientes Invisibles”. Estos instrumentos obligan a que los países firmantes supriman prácticamente todos los controles a la circulación de capitales, y su objetivo consiste en garantizar que los residentes de los países de la Organización puedan realizar negocios en los Estados que adoptan los códigos como si fueran nacionales. Por otro lado, y como parte de este Plan, el gobierno se avino a financiar la realización de un Estudio Económico Multidimensional de Argentina, que fue presentado en julio del año pasado. El Estudio inaugura sus casi 70 páginas de recomendaciones con una elocuente frase: “Tras años de políticas económicas insostenibles, la Argentina realizó recientemente reformas drásticas y un cambio de rumbo en sus políticas, lo que permitió evitar otra crisis y estabilizar la economía”. A continuación de este singular diagnóstico, la OCDE recomienda sin cortapisas “eliminar gradualmente los subsidios a la energía, racionalizar el empleo público y reducir los gastos con empresas públicas”.

Sobre el mercado laboral, la OCDE cree necesario “proteger a los trabajadores con seguro de desempleo y con programas de capacitación, en lugar de con regulaciones laborales estrictas”. Además, afirma que los gastos en sueldos públicos son “altos”, y que “existe aún más margen para la reducción del empleo público”, especialmente en las provincias. En uno de sus puntos destacados, señala que “hay margen para ahorrar recursos en muchas empresas estatales”, y luego de enumerar la “gran” variedad de rubros en que se emplean dichas compañías, insta al Estado a “definir más claramente el razonamiento detrás de cada empresa de propiedad estatal y eventualmente reverlo”.

Estas recomendaciones, tan regresivas como “sinérgicas” a las exigencias de ajuste estructural del FMI, pueden empezar a tomar otro impulso si en julio próximo, como esperan con ansiedad desde la Cancillería y el nuevo Ministerio de Hacienda y Finanzas, el Consejo de la OCDE se inclina por invitar a la Argentina a iniciar su camino hacia la membresía plena, lo que sin duda configuraría una “tormenta neoliberal perfecta”.

Triste, solitario y final

El 1 de junio, Mariano Rajoy, uno de los principales aliados internacionales de Macri, se transformó en el primer presidente de la historia reciente de España en ser desplazado de su función por medio de una moción de censura. Las razones de la buena sintonía entre ambos mandatarios fueron precisamente las mismas que unieron a la oposición al momento de reunir los 180 votos que hicieron posible la destitución: defensa a ultranza de la austeridad fiscal, caída del empleo, e instauración de un “plan de negocios” que buscaba favorecer con desregulación y contrataciones púbicas a integrantes del Partido Popular.

Desde estas latitudes, algo que interesa a las autoridades es ver cómo se posicionará el nuevo gobierno del socialista Pedro Sánchez respecto al frente de negociación más importante que involucra a ambos países, y que ofreció un nuevo episodio la semana pasada en Montevideo: el Acuerdo de Libre Comercio Mercosur – Unión Europea. La antesala de esta reunión tuvo lugar entre el 16 y el 18 de mayo en Bruselas cuando, en un nuevo intento de cerrar el Acuerdo, los negociadores del Mercosur cedieron terreno -por enésima vez- en materia de desgravación del sector automotor, indicaciones geográficas (nombres de productos que van desde queso gruyere o parmesano hasta vino “toro”) y acceso a mercados. Respecto al primer rubro, y en un contexto de caída de la producción y el empleo automotriz en Argentina (un 16% entre el bienio 2014-2015 y el bienio 2016-2017, según un estudio del CEPA) se aceptó otorgar a la UE generosas cuotas de importación, que sólo en el caso de autopartes alcanzan los 400 millones de dólares al año.

Y esto no es todo. Durante la participación del presidente Macri en la cumbre del G7 referida al inicio de este artículo, se concertó un encuentro bilateral con el Primer Ministro canadiense Justin Trudeau. En la reunión, ambos mandatarios analizaron los avances de otra negociación bastante menos conocida para el público general: el Acuerdo de Libre Comercio Mercosur-Canadá. Ya desde la primera ronda de negociaciones de este TLC, celebrada en Ottawa entre el 16 y 23 de marzo pasados, Trudeau viene alentando a sus funcionarios a que avancen con fuerza en ámbitos como acceso a mercados de bienes, servicios y compras gubernamentales, y a que exijan al Mercosur un capítulo de protección de inversiones similar a los Tratados Bilaterales suscriptos por el menemismo en los 90. Tratados que le generaron a nuestro país decenas de demandas de empresas extranjeras ante el CIADI por varios miles de millones de dólares. Quizá actitudes como ésta hayan llevado al propio Donald Trump a calificar al premier canadiense de “deshonesto”, y a acusarlo de querer obtener ventajas comerciales excesivas. Pero seguramente para Macri una defensa tan enérgica del mercado interno y la producción nacional sea algo difícil de comprender.

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