Por Diego Hurtado
Argentina es un país periférico, pero con algunas capacidades industriales y tecnológicas. Este perfil de país la ubica –a semejanza de Brasil, Sudáfrica, o Turquía– en la semiperiferia, “franja” intermedia en la rígida jerarquía que determina la división internacional del trabajo a través de mecanismos coordinados por los organismos de gobernanza global y las economías centrales.
Desde el punto de vista geopolítico y geoeconómico, un corolario de esta perspectiva es que son justamente los países de la semiperiferia los que se presentan como “mercados” de tecnología codiciados por los países avanzados, ya sea a través de inversión extranjera directa –compra de paquetes accionarios de empresas locales, instalación de subsidiarias, etc. –, ventas “llave en mano”, pago de regalías, asistencia técnica o, de forma creciente, como espacio receptor de la deslocalización de aquellos segmentos de las cadenas de valor global que necesitan mano de obra entrenada y disciplinada para la sobreexplotación.
Sin embargo, en tensión con estas ambiciones, cuando las economías semiperiféricas logran plasmar proyectos de desarrollo, la senda obligada es primero dominar y más tarde exportar tecnologías de creciente grado de complejidad a otros países de la periferia como modo, no solo de evitar el deslizamiento hacia la periferia, sino también de mejorar su influencia y su estatus en el subsistema regional. Y si la estabilidad política y económica pudiera soportar los embates de las “reglas de juego” globales –siempre concebidas para obstaculizar este ascenso–, la senda de aprendizaje y escalamiento de capacidades apunta a competir y vender tecnología en los mercados globales de retorno creciente, que son de estructura oligopólica.
En su intento por “organizarse” para avanzar en el desarrollo de tecnologías que le posibiliten el acceso a mercados que están en el foco de interés de los países centrales –energías nuclear y renovable, aeronáutica, TICs, telecomunicaciones, medicamentos, por ejemplo–, los países semiperiféricos suelen ser objeto de estrategias –formales e informales– de obstaculización o bloqueo. Poner en riesgo los intereses comerciales de los países centrales suele ser conceptualizado por la “lógica” hegemónica como una alteración del “equilibrio” y, por lo tanto, de la “estabilidad”, es decir, del balance de poder del sistema mundial.
Desde el punto de vista de las capacidades organizacionales, una manera de “medir” el grado de desarrollo de una economía es analizando la complejidad de los productos y servicios que es capaz de producir y de exportar. En este sentido, como economía semiperiférica, Argentina fue capaz de configurar –a través de trayectorias sinuosas y con numerosos claroscuros– unos pocos entornos organizacionales con rasgos sistémicos entendidos como tramas institucional-empresariales –empresas públicas, mixtas y privadas– con capacidad de coordinación para generar procesos colectivos de aprendizaje y escalamiento tecnológico con el objetivo de desarrollar tecnologías de creciente complejidad.
En otros momentos de su historia, por ejemplo, Argentina se propuso impulsar entornos organizacionales que alcanzaron diversos grados de densidad sistémica en sectores como aeronáutica, naval, metalmecánica, hidrocarburos, automotriz y electrónica, por ejemplo, pero fueron destruidos sin poder alcanzar niveles de densidad aptos para sobrevivir a las inestabilidades generadas por las “reglas de juego” del rígido ajedrez global. Los sectores nuclear, satelital y de producción pública de medicamentos figuran hoy entre los más visibles que se intentan hoy desmantelar. El entorno de aprendizaje y escalamiento nuclear-satelital –en camino a transformarse en lo que las economías centrales llaman hoy ecosistemas de innovación–, luego de varias décadas demostró que podía ser “competitivo” en segmentos estrechos de los mercados oligopólicos dominados por un grupo de países avanzados.
Es por esta razón que el supuesto “péndulo argentino” –imagen equívoca, porque no se trata de una oscilación simétrica–, cuando se mueve desde el extremo democracia-industrialización-distribución hacia el extremo opuesto autoritarismo-primarización-concentración, el primer efecto del disciplinamiento hegemónico ejercido por la tríada Embajada-grupos concentrados (patria contratista y sector agroexportador)-poder financiero internacional, en su esfuerzo por periferizar la semiperiferia argentina, es inexorablemente el desmantelamiento de entornos institucionales-empresariales que habían logrado rasgos organizacionales más o menos sistémicos [1]. Porque es en estas estructuras donde coevolucionan la acumulación de conocimientos con la elaboración de estilos, ideas, valores, componentes ideológicos y modos de acción. Este conglomerado de rasgos idiosincráticos –muchos tácitos e intangibles– a partir de los cuales un país inventa sus modos de organización y sus perfiles institucionales y empresariales son los “códigos para el desarrollo” que hay que poder reproducir, amplificar y diversificar en otros sectores. “Si tuviéramos quince o veinte INVAPs este país sería diferente”, reza el imaginario de una Argentina utópica. Sin embargo, Argentina hoy no fabrica automóviles, aviones, computadoras, vacunas o electrónica de consumo con capacidad de exportación.
Geopolítica de los satélites
Cuando el macrismo se hizo cargo del gobierno, en diciembre de 2015, podía entenderse que pensara diferente al gobierno anterior en temas de política de comunicaciones satelitales y que, por lo tanto, se propusiera reorientar la gestión de la empresa pública ArSat. Sin embargo, era incomprensible que un país que había logrado producir sus dos satélites geoestacionarios en menos de una década y gestionar su puesta en órbita, contratara a la consultora estadounidense McKinsey para que le explicara cuál debía ser el “plan de negocios” de ArSat. En julio de 2016, nos enteramos que, además de cobrar 12,5 millones de pesos por algunas semanas de trabajo, McKinsey parece que le recomendó al gobierno argentino qué hacer con ArSat 3 y con el negocio codiciado de la banda ancha.
A pesar del intento del macrismo de avanzar en secreto, la filtración de una carta de intención entre ArSat y Hughes puso en evidencia que el “negocio” macrista se proponía crear una nueva empresa con mayoría accionaria a favor de la empresa norteamericana. En un nivel técnico y jurídico, la consecuencia inmediata era que Hughes se quedaba con el negocio de banda ancha a través del uso de una posición orbital asignada por la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT) –organismo de Naciones Unidas– a la Argentina. Como bien saben los gobiernos neoliberales de las economías desarrolladas, las posiciones orbitales son consideradas extensión de la soberanía territorial al espacio exterior. Dado que la carta de intención entre ArSat y Hughes asumía que el ArSat 3 se ubicaría en una posición orbital argentina, es inevitable concluir que el acuerdo que no prosperó se proponía ceder parte de este patrimonio público argentino a una empresa norteamericana. Es decir, el acuerdo secreto suponía cambio de disponibilidad de la posición orbital [2]. Por ese motivo, el “plan” satelital de Cambiemos violaba el artículo 10 de la ley 27.208 de promoción de la industria satelital sancionada por el Congreso a fines de 2015.
En un nivel estratégico de mediano y largo plazo –variable crucial en la concepción de políticas tecnológicas– el inefable Macri sostuvo por esos días que, a través de esta carta de intención, se estaba “buscando un socio estratégico”. Paradojas del neoliberalismo semiperiférico o dependiente, un socio estratégico para un sector declarado por ley de interés nacional y política de Estado no puede ser una empresa norteamericana, socio totalmente inconveniente para un sector como las telecomunicaciones satelitales, que es considerado estratégico por todas las economías (neoliberales) de países centrales debido a su alto contenido de I+D, los efectos de difusión de conocimiento técnico y su relevancia en el comercio internacional. A esto debe agregarse que estos sectores de alto valor agregado son de competencia imperfecta y presentan, dentro de los países, estructuras monopólicas y oligopólicas. Es decir, las comunicaciones satelitales en manos del macrismo se transforman en ejemplo paradigmático de lo que se presenta como desregulación –que en los hechos es una franca desinstitucionalización– de un sector estratégico, rasgo central de lo que llamamos neoliberalismo semiperiférico que acompaña la máxima del economista surcoreano Ha-Joon Chang: “keynesianismo para ricos, monetarismo para pobres” [3]. Por eso, mientras el macrismo “abre los cielos” –“desregula” el sector– los gobiernos (neoliberales) de los países centrales asumen que deben intervenir, apoyar y proteger este tipo de industrias.
En el momento en que el affaire secreto ArSat-Hughes se filtró hacia la esfera pública y se transformó en un pequeño escándalo, los cálculos de costo político llevaron al macrismo a balbucear que la empresa de tecnología INVAP conservaría la construcción del Arsat 3. Frente a recortes, despidos y desmantelamientos de proyectos tecnológicos en curso, para la comunidad de ciencia y tecnología era un alivio –algo como un premio consuelo– que el macrismo creyera que se podía romper todo, pero que iba a cuidar a INVAP. Sin embargo, la versión es hoy desmentida por los hechos: el ArSat 3, que debía ponerse en órbita en 2018, no existe y Argentina, en franco proceso de periferización, hoy está desaprendiendo a fabricar satélites geoestacionarios.
A pesar de los reiterados éxitos sin precedentes que significaron para INVAP la fabricación de ArSat 1 y 2 y que, en enero de 2018, la misma empresa fuera seleccionada por el gobierno de Holanda para construir un reactor nuclear para la producción de radioisótopos en la ciudad de Petten, a 50 kilómetros de Amsterdam, a fines de junio, el macrismo le recortó a INVAP 700 millones de dólares de contratos con el sector público, conservando contratos por solo 300 millones de dólares.
Como explica una nota de la Agencia TSS: “Son tres los proyectos cancelados definitivamente y en todos ellos INVAP era el contratista principal de una dependencia específica del Estado con el objetivo de favorecer el desarrollo tecnológico”: el SARE –el sistema de satélites livianos de arquitectura segmentada–; el ArSat 3; y el Sistema Aéreo Robótico Argentino (SARA), en estado avanzado, que se proponía desarrollar drones voladores de mediana y gran envergadura (3).
Para hacernos una idea del factor geopolítico en juego en el sector satelital, recordemos que en 2006, mientras se avanzaba en la contratación del diseño y construcción del primer satélite geoestacionario, a fines de junio la Embajada de EEUU en Buenos Aires enviaba a varios organismos de su gobierno con información considerada “sensitiva”. El texto daba los fundamentos de su apoyo a un préstamo del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) por 50 millones de dólares a la CONAE para la construcción y lanzamiento de un satélite de teledetección –el SAC-D– en la banda L. El informe se oponía a algunas objeciones de otros actores del gobierno de EEUU que sostenían que se trataba de un “classic trophy project”, que los satélites no eran una política prioritaria para la Argentina y que “el BID debería enfocarse en el alivio de la pobreza y el cambio de régimen político” (4).
La embajada en Buenos Aires apoyaba la concesión del crédito por considerarlo de interés nacional para EEUU: “Este préstamo ayudaría a desarrollar una de las pocas áreas tecnológicas donde Argentina es globalmente competitiva y también una en la cual el gobierno de EEUU y las empresas norteamericanas estaban trabajando en cooperación con Argentina”. El mismo documento agregaba: “El ejército de EEUU tiene intereses directos en la tecnología que resultaría de este proyecto en el futuro”. Si bien había algunas reservas respecto al pedido de excepción de las reglas de contratación del BID, “esto puede tener menos relevancia en el contexto argentino, donde existe una sola empresa que puede hacer este tipo de trabajo, una que abastece el 90% de sus adquisiciones de EEUU”. Esta empresa era INVAP, que sería casi seguramente la ganadora del contrato y cuya línea de suministros era “muy dependiente de la tecnología de EEUU, lo que no solo significa que las empresas de EEUU recibirán una gran parte de los recursos del préstamo, sino también que se aplicarán las restricciones tecnológicas de EEUU” [4]
Es decir, mientras que el préstamo sería para la CONAE, esta agencia lo utilizaría para contratar empresas. Lo novedoso era que Argentina produciría el satélite, lo que se ajustaba a los objetivos de “aumentar la competitividad nacional” y “reconstruir el capital humano”, que establecía el BID para Argentina. También se comentaba en este documento que “las capacidades en tecnología satelital de Argentina no llegan a la construcción de satélites de telecomunicaciones”, según los contactos con el sector privado de EEUU, que informaban a la Embajada que “INVAP no tiene todavía la capacidad técnica necesaria para competir a nivel mundial”. Finalmente, el US Army International Technology Center South America (USAITC-SA) estaba instalado en Argentina “para identificar la tecnología argentina que podría ser útil para EEUU en aplicaciones en defensa, incluyendo a INVAP […]. Dos entidades militares de EEUU están interesadas en la tecnología satelital de INVAP para Sistemas de Combate Futuros” [5]
A la fecha de cierre de este texto, todo parece indicar que el ArSat 3 no será recomenzado por el macrismo y su política de comunicaciones satelitales de “cielos abiertos” no hizo otra cosa que facilitar un acelerado proceso de financierización del sector a través del ingreso de más de veinte satélites extranjeros.
Geopolítica de la energía eólica
Desde que, en 2005, se lanzó el Plan Estratégico Nacional Eólico y, al año siguiente, el Congreso sancionaba la ley que definía el “Régimen de Fomento Nacional para el Uso de Fuentes Renovables de Energía Destinada a la Producción de Energía Eléctrica” –reglamentada recién en mayo de 2009–, la trayectoria del sector eólico fue sinuosa y complicada. Entre otras metas, la ley establecía que en 2016 se debía a alcanzar el 8% de participación de energías renovables en el consumo total de electricidad a escala nacional. Si bien hubo continuidad en la política económica entre el gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) y los dos períodos presidenciales de Cristina Fernández (2007-2015) y se mantuvieron deprimidos los precios de los servicios públicos, en especial de los servicios de energía, el crecimiento de la economía generó una importante presión sobre la demanda energética.
Un ingeniero de la empresa INVAP Ingeniería explicaba, en abril de 2009, la situación Argentina: “Estamos frente a una paradoja: los precios artificialmente bajos de la electricidad impiden un brote de la industria eólica argentina, pero al mismo tiempo frenan el desembarco en el país de fabricantes extranjeros”. El mercado eléctrico nacional pagaba muy poco el megavatio-hora y hacía poco atractiva la opción eólica para los inversores privados, a la vez que los incentivos nacionales y provinciales no alcanzaban para revertir este escenario. Ahora bien, el aumento de los precios internacionales del petróleo y el gas, recursos que se tornaban escasos para el país, había comenzado a hacer subir el precio de la electricidad en el mercado mayorista. Esta combinación era interpretada como una ventana de oportunidad “para que algunas firmas argentinas asuman el riesgo de volverse competidoras mundiales en este mercado inmenso” [6]
En parte para responder a este escenario, la empresa ENARSA lanzó, en mayo de 2009, la licitación pública nacional e internacional a través de su programa Generación Eléctrica a partir de Fuentes Renovables (GENREN). Al año siguiente se conformó el Clúster Eólico Argentino (CEA), que reunía a 65 empresas de once provincias, que se incorporaron a la cadena productiva de la energía eólica. En ese momento, la Argentina era el único país de la región con tecnología eólica propia y ya contaba con dos empresas –IMPSA Wind y NRG Patagonia– con aerogeneradores homologados y certificados entregando energía a la red y una tercera empresa estatal, otra vez INVAP, que se encontraba desarrollando tecnología de aerogeneradores de baja potencia. Sin embargo, a pesar de las intenciones formales del Programa GENREN, las primeras iniciativas que comenzaban a concretarse mostraban serias deficiencias en la aplicación del régimen de “compre nacional”.
A fines de 2014, el aporte de energías renovables a la producción de electricidad no superaba el uno por ciento. Otra vez las condiciones de contorno antes que los instrumentos específicos o las barreras de entrada explicaban las limitaciones en el cumplimiento del GENREN. El Congreso argentino aprobó, en diciembre de 2015, la ley 27.191 de promoción de las energías renovables, que impulsaba un nuevo régimen de inversiones que giraba en torno a la conformación de un fondo fiduciario público (FODER) para respaldar el financiamiento de proyectos de inversión. Como explica el director de OETEC, Federico Bernal: “El ritmo de incorporación de eólica y solar a la matriz energética impreso por el kirchnerismo pudo haber sido bajo, pero así y todo incluyendo sus limitaciones permitió el crecimiento de la industria nacional en el sector” [7]. Este ciclo se clausuró con la llegada del macrismo al gobierno. A partir de entonces, Argentina se alinea al proceso de financierización del “mercado” de las energías renovables, abandona a su suerte a las empresas nacionales e inicia un proceso de compra masiva de tecnología extranjera llave en mano. Pongamos en contexto el inicio de este proceso de desmantelamiento de capacidades nacionales.
Con el colapso global de 2008, el cambio climático ganó impulso como catalizador de grandes negocios y las energías renovables se transformaron en la nueva panacea tecnológica: no solo podrían evitar la catástrofe ambiental sino también sacar al capitalismo global de la perdurable anemia postcrisis. La reconversión de la matriz energética mundial desde los hidrocarburos hacia las energías renovables “requerirá una transformación estructural casi completa de los sistemas de energía, transporte, uso de la tierra e industriales”, explicaba un grupo de economistas neoschumpeterianos de alta visibilidad [8].
A modo de ejemplo, este enfoque sostiene que este proceso de “destrucción creativa” impulsará “un período dinámico y prolongado de innovación, oportunidad, empleo y crecimiento económico”. Oportunidad, empleo y crecimiento económico ¿para quién? La respuesta es algo como:
“Los países en desarrollo requerirán la cooperación global para lograr acciones en esta escala; es poco probable que puedan o deseen lograr estas reducciones ambiciosas sin una acción sustancial correspondiente en los países desarrollados y sin asistencia para pasar a una senda de crecimiento con bajas emisiones de carbono, incluida la transferencia de tecnología y apoyo financiero” [9]
Si recordamos que en el diccionario neoliberal de las relaciones internacionales “cooperación” significa “negocios”, “asistencia” significa “crédito” y “transferencia” significa “venta de tecnología”, el plan de la “revolución verde” es endeudar a las periferias para que compren a escala masiva tecnologías renovables a las economías centrales. Es decir, la “revolución industrial verde” abre un horizonte inédito para los grandes negocios tecnológico-financieros en las periferias.
El gobierno de Macri vino a cumplir estos deseos. Una semana después de la visita de Obama a la Argentina, el 23 de marzo de 2016, el macrismo sancionó el decreto de reglamentación de la nueva ley de promoción de las energías renovables –decreto 531 del Ministerio de Energía y Minería– y a mediados de mayo lanzó el programa RenovAr. A contramano de la ventana de oportunidad que se presenta para un país como Argentina, que tiene empresas con capacidades en tecnología eólica únicas en la región, la versión macrista de la “revolución verde” es el programa RenovAr, que transforma una política tecnológica e industrial en un fastuoso negocio financiero –incluida la intermediación local como “incentivo”–, a través de la compra masiva de tecnología importada llave en mano.
Al ver los pliegos de licitación, las empresas nacionales descubrieron, con indignación, que quedaban relegadas a componentes marginales. De esta forma, se clausuraron trayectorias de “compra inteligente del Estado”, el incentivo al eslabonamiento de empresas locales, las alianzas público-privadas y muchos otros recursos de políticas tecnológicas que eran el producto de un costoso proceso de aprendizaje social y que es el intangible más valioso que supone la noción de “sociedad del conocimiento”.
Epílogo
Este complejo panorama de desmantelamiento de sectores estratégicos, que impulsa la ideología que hemos llamado neoliberalismo semiperiférico o dependiente, se enfoca en la destrucción de los procesos de conformación de entornos institucional-empresariales de crecientes capacidades organizacionales y densidad sistémica, dentro de los cuales venían consolidándose algunos componentes cruciales para un cambio estructural: por un lado, culturas empresariales productivistas alternativas a las culturas especulativas y predatorias de las fracciones concentradas; y, por otro lado, culturas científico-tecnológicas de creciente compromiso con la realidad socioeconómica del país, con protagonismo de las ciencias sociales y las ingenierías. Este proceso de desmantelamiento va acompañado por la degradación de las capacidades de política y gestión tecnológica del Estado, donde la noción de “desregulación” en los hechos se manifiesta como francos procesos de desinstitucionalización.
Es decir, el neoliberalismo dependiente encarnado por el macrismo –o el temerismo en Brasil– es la máquina que hoy supieron diseñar las economías centrales –a través de la “tríada mediática, judicial y de servicios de inteligencia” [10] para atacar desde adentro los mecanismos de producción de desarrollo y equidad. Como explica Piketty: “El proceso de difusión de los conocimientos y las competencias es el mecanismo central que permite al mismo tiempo el aumento general de la productividad y la reducción de las desigualdades, tanto en el seno de los países como entre ellos” [11].
Como complemento de este proceso de periferización, el ataque a los gremios y la devaluación de la moneda va generando las condiciones para que Argentina pase a ser un país receptor de la deslocalización de segmentos de bajo valor agregado de las cadenas de valor global, capaz de aportar mano de obra disciplinada para la sobreexplotación con bajos salarios. El punto de llegada no sería, como sostiene el macrismo, algo parecido a Australia –meta absurda–, sino una economía primarizada y extranjerizada, capaz de albergar ensambladoras que bajen los costos de producción de las empresas transnacionales.
De esta forma, la estructura del capitalismo global, amenazada por el ascenso disruptivo de China, intenta consolidar una segmentación que polariza el sistema global: por un lado, las economías centrales se reservan la exportación de alto valor agregado en sectores líderes, a través de I+D, diseño e innovación, y del control de los nodos estratégicos de las cadenas de valor global; por otro lado, las periferias quedan relegadas a competir, a través de ventajas comparativas estáticas –recursos naturales– y bajos salarios en condiciones de sobreexplotación, por la inversión extranjera directa y la recepción de ensambladoras. La creciente financierización global y los ataques especulativos a las economías más vulnerables son un subproducto darwiniano de los procesos de periferización necesarios para continuar la espiral expansiva de la acumulación sin fin en un contexto de finitud material que va alcanzando sus límites estructurales (11).
Notas
(1) La síntesis iluminadora del péndulo puede verse en: Diamand, Marcelo. 1983. El péndulo argentino: ¿hasta cuándo? (folleto). Buenos Aires: Centro de Estudios de la Realidad Argentina.
(2) El artículo 10 de la ley 27.208 establece: “Cualquier acto o acción que limite, altere, suprima o modifique el destino, disponibilidad, titularidad, dominio o naturaleza de los recursos esenciales y de los recursos asociados de las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones y de las Telecomunicaciones, definidos en la ley 27.078 ‘Argentina Digital’, que pertenezcan o sean asignados a la Empresa Argentina de Soluciones Satelitales Sociedad Anónima AR-SAT, requerirá autorización expresa del Honorable Congreso de la Nación.”
(3) De la Vega, Carlos. 2018. “¿Por qué nos importa INVAP?”, Agencia TSS, 9 de agosto. En: http://www.unsam.edu.ar/tss/por-que-nos-importa-invap/
(4) Ver: http://wikileaks.org/plusd/cables/06BUENOSAIRES1442_a.html
(5) Brendstrup, Hugo. 2009. “¿Por qué todavía no tenemos grandes parques eólicos?”, abril. En: http://www.invap.com.ar/es/la-empresa/responsabilidad-social-empresaria/194-la-empresa/columna-de-opinion/432-ipor-que-todavia-no-tenemos-grandes-parques-eolicos.html
(6) Bernal, Federico. 2016. “La ‘pesada herencia’ en renovables y la velocidad de diversificación de la matriz”, OETEC, 8 de noviembre. En: http://oetec.org/nota.php?id=2172&area=1
(7) Jacobs, Michael y Mariana Mazzucato. 2016. “Rethinking Capitalism: An Introduction”, pp. 1-27. En: M. Jacobs y M. Mazzucato Rethinking Capitalism: Economics and Policy for Sustainable and Inclusive Growth. Chichester, WSX: Wiley-Blackwell.
(8) Rydge, J. y S. Bassi. 2014. “Global Cooperation and Understanding to Accelerate Climate Action”, pp. 1-22. En: N. Stern, A. Bowen y J. Whalley (eds.), The global development of policy regimes to combat climate change. New Jersey: World Scientific Publishing.
(9) Asiain, Andrés. 2018. “Cuadernos de la corrupción”, Suplemento Cash, Página/12, 19 de agosto.
(10) Picketty, Thomas. 2018 [2013]. El capital en el siglo XXI. Buenos Aires: Paidós.
(11) Smith, John. 2016. Imperialism in the Twenty-First Century. Globalization, Super-Exploitation, and Capitalism’s Final Crisis. Nueva York: Monthly Review Press.