Autora: Maria Ailen Tula
Semana tras semana, se observa en el sector agroalimentario cómo los países profundizan sus exigencias en torno a cuestiones sanitarias y medioambientales. Desde certificaciones “Covid free” hasta medidas “castigo” a más de un sistema productivo: la crisis de los organismos multilaterales para regular el comercio internacional, pone el foco en el rol de los Estados y su capacidad de negociación.
Días atrás, este sitio abordaba cómo una de las peores recesiones globales ocasionada por el COVID-19 está desencadenando una crisis de seguridad alimentaria. La seguridad alimentaria es la base de la pirámide de evolución de consumo ya que implica la satisfacción de las necesidades básicas que tiene el ser humano. Cada escalón hasta llegar a la cúpula de esa pirámide, representa una sofisticación de esa demanda.
La inseguridad alimentaria es producto de la distribución inequitativa de los ingresos y, consecuentemente, de los alimentos. Esto se da porque mientras hay poblaciones que tienen problemas de hambre y desnutrición; también hay otras que han alcanzado niveles que les permite atender nuevas y crecientes exigencias en torno, por ejemplo, a cuestiones sanitarias y medioambientales.
Esto último se dio a partir de la década del ‘70, cuando luego de la escasez de alimentos producidos por la guerra, los países desarrollados cubrieron sus necesidades y se generó en ellos una modificación sustancial en la demanda de alimentos, buscando reemplazar cantidad por calidad. De esta manera, se gestó un pasaje de un sistema agroalimentario que promovía la producción masiva de alimentos a otro que pone el énfasis en la diferenciación. Y esto se logró cambiando la lógica “pull” a “push”, de manera que, la oferta se ajuste a la demanda de los consumidores.
En este contexto, emerge intempestivamente el COVID-19 provocando a nivel mundial una de las crisis económicas, sociales y políticas más dramáticas de la que se tenga precedente en la historia reciente de la civilización. La reactivación económica en los países desarrollados viene de la mano de un mayor proteccionismo comercial. Esto se motoriza con el objetivo, por un lado, de reactivar sus economías y proteger su propio desarrollo y, por otro lado, por una nueva variable que genera la pandemia: el aislamiento territorial.
Ante la incertidumbre que provoca el virus, el aislamiento —no sólo de personas sino también de bienes— se presenta como la única medida capaz de controlar su circulación. Por lo que, en ella reposa la protección de la salud pública.
En un país con el potencial que tiene nuestro sistema productivo para generar alimentos y satisfacer la demanda local e internacional —las exportaciones de origen agroindustrial representan aproximadamente el 72% del total exportado por el país—, la incógnita que surge es si estas variables —producto de la pandemia— son circunstanciales o llegaron para quedarse. Y la experiencia nos enseña que, ante la incertidumbre —ese riesgo no medible ni computable—, lo mejor que podemos hacer es estar preparados.
La estrategia de estandarizar la producción
Frente a un consumidor más consciente y exigente de calidad, muchos productores realizaron grandes inversiones en activos específicos para poder ofrecer al mercado un producto diferenciado. Con el incremento de los intercambios comerciales a nivel mundial, se generó la necesidad de certificar procesos y productos para poder: por el lado de los productores, resguardar sus inversiones y, por el lado de los consumidores, otorgar mayor confianza respecto a lo que estaban adquiriendo. Esto último surge debido a que la separación física y geográfica entre productor y consumidor hace que se vuelva indispensable conocer las formas de elaboración de aquello que se lleva a la mesa.
En este contexto, adquirieron gran importancia las certificaciones. En definitiva, se trata de un proceso mediante el cual un organismo garantiza por escrito de que un producto reúne determinadas características o que ha sido producido de una forma preestablecida. La certificación sirve para posicionar un producto de calidad en los mercados agroalimentarios. Pero, para que ello ocurra, es importante que exista compatibilidad entre las normas y protocolos entre países. De otra manera, las exigencias de calidad constituyen un elemento restrictivo para la exportación.
Con la pandemia, los países importadores han adjudicado aún más importancia a cuestiones vinculadas con el origen, la trazabilidad, la inocuidad de los alimentos, la protección del medio ambiente y el bienestar animal. Y si bien, las exigencias atraviesan procesos de redefinición— a medida que mejora la comprensión del SARS-CoV-2— se puede prever, desde un análisis político, que estas medidas tendientes a proteger la salud pública constituyen también una fuente de confianza entre los gobernantes y sus electorados.
El foco debe ponerse en cómo estas decisiones afectan y afectarán el comercio internacional. Por ejemplo, pese a que la Organización Mundial de la Salud manifestó que no hay evidencia de que el coronavirus pueda trasmitirse a través de los alimentos, China suspendió la importación de salmón noruego —por temor a que el rebrote de COVID-19 en Pekín estuviera vinculado con este producto— y, más recientemente, acaba de anunciar que se detectó el virus en un lote de alitas de pollo provenientes de Brasil. En esta misma línea, en las últimas semanas se reportó que el sector privado chino solicitaba a los embarques una certificación “COVID free”.
Pero estos comportamientos no se observan sólo en relación con el COVID-19. La Unión Europea (UE) suspendió a mediados de agosto las exportaciones de cítricos argentinos —en principio, hasta el 30 de abril del próximo año—tras detectar la mancha negra en cargamentos de limones provenientes del NOA. La mancha negra es una enfermedad generada por un hongo (Guignardia citricarpa) que afecta la apariencia externa del fruto, pero no así su inocuidad. Sin embargo, la UE consideró que la presencia de este hongo era “inaceptable” y extendió la medida a las naranjas y mandarinas del NEA, donde no está presente esta enfermedad.
El Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (Senasa) rápidamente tomó cartas en el asunto y anunció que procederá a realizar la auditoría interna al Sistema de Certificación de Cítricos de las regiones del NEA y NOA. Asimismo, desde el gobierno se está trabajando para implementar el concepto de regionalización, de manera que este tipo de decisiones no afecten al país en su totalidad.
La receta ante al unilateralismo es una mayor sinergia pública-privada
La intervención del Senasa, para la auditoría de los protocolos de calidad en cítricos, abre el debate sobre la importancia que tiene para el desarrollo del potencial agroexportador del país, el fortalecimiento del sistema de certificación público.
Existen dos tipos de certificaciones: las públicas y las privadas. Las públicas implican una justificación en la protección de la salud y los intereses financieros de la sociedad en su conjunto. En cambio, las privadas surgen por los crecientes incentivos y presiones del mercado. En ese sentido, constituyen un proceso voluntario de adecuación de productos y/o procesos a normas que se decide en función de los intereses económicos de las empresas.
Son las cadenas globales de retailers (Tesco, Carrefour, Edeka/Awa Gruppe, E. Lecierc, entre otras) las que, ante la ausencia de un marco regulatorio gubernamental, desarrollan sus propios requisitos. Y luego, son esos mismos retailers los que exigen esa información —a través de etiquetado— a los exportadores sobre la huella de carbono, hídrica, ecológica, uso de la tierra, entre otras. Pero, al ser estándares privados, las diferencias metodológicas —por ejemplo, respecto al momento del ciclo de la cadena desde cuando se empieza a analizar—, generan situaciones de competencia desleal en el mercado.
Cabe destacar que, en los países desarrollados de Europa, entre el 68% y el 79% de las ventas minoristas se encuentran concentradas en alguno de estas grandes cadenas globales de supermercados. Mientras que, en países en desarrollo la participación es menor —aproximadamente, de un 35%—. En la actualidad, en Argentina algunas de las certificaciones existentes son: Programa Nacional de Certificación (Resolución SENASA 280/01); Buenas Prácticas de Manufactura (BPM); Buenas Prácticas Agrícolas (BPA); Análisis de Riesgos y Puntos Críticos de Control (HACCP); Eure-Gap, Euro-Retailler Produce Working Group, Good Agricultural Practices; Producción Orgánica; Sistemas de Gestión de Calidad (ISO 900); Sistemas de Gestión Ambiental (ISO 14000). De las ocho mencionadas, todas pueden ser certificadas por empresas privadas y sólo en tres participa el Senasa.
El problema se profundiza aún más cuando las certificaciones se vuelven un factor determinante para el acceso a mercados compradores de alimentos. Especialmente porque, las grandes empresas multinacionales son quienes están detrás de la creación de estándares. En tanto que las PyMES ejercen presión para que el sector público implemente estándares similares a los exigidos internacionalmente para poder igualar las oportunidades de acceso al mercado externo.
La estrategia verde de la Unión Europea
Los países que conforman la Unión Europea vienen teniendo un papel muy activo en la protección y preservación del medioambiente, el cambio climático y la seguridad energética. Desde el año 2000, cuando la Comisión Europea lanza el Programa Europeo de Cambio Climático (PECC) pasando incluso por la Directiva 20/20/20, se observan múltiples esfuerzos de la UE destinados a generar un marco regulatorio gubernamental sobre estas cuestiones. Más recientemente, se comenzó a trabajar en Europa sobre la huella ambiental de los productos (Product Environmental Footprint o PEF por sus siglas en inglés) y, de una forma más global, todas estas acciones se potencian hoy en el Pacto Verde europeo (Green Deal).
En cuanto a la huella ambiental, la misma hace referencia a una medida multicriterio del comportamiento ambiental de un bien o servicio a lo largo de todo su ciclo de vida (origen, distribución, uso y manejo de los desechos). La huella ambiental no sólo abarca emisiones de gases del efecto invernadero (GEI) sino también el impacto sobre el cambio climático, el agotamiento de la capa de ozono, los efectos sobre la salud humana, el agotamiento de los recursos naturales renovables y no renovables, entre otras categorías de impacto que se consideran relevantes.
Sin embargo, esta medida ha presentado algunos puntos preocupantes. Esto se debe a que la Unión Europea está desarrollando unilateralmente —o sea, sin consenso internacional— una metodología para el cálculo de la huella ambiental de los productos. Por ende, los criterios para certificación corren el riesgo de no tomar en cuenta la diversidad de las características productivas de los países en desarrollo.
Esto se agravaría con la pandemia, en tanto, podría generar aún más obstáculos para el comercio internacional en una etapa en la que las exportaciones —por lo que significan tanto como generadoras de divisas y de empleo— constituyen un factor crítico para la reactivación económica post COVID-19.
Todo el accionar de la UE se enmarca hoy en el Pacto Verde, que es la hoja de ruta que estos países se plantean para alcanzar “una economía sostenible”. A través de ella, se pretende impulsar el uso eficiente de los recursos mediante el paso de una economía circular y limpia, restaurar la biodiversidad y reducir la contaminación. Con este plan de acción, lo que se propone la UE es que se dejen de producir emisiones netas de gases de efecto invernadero para 2050.
Para cumplir con el Green Deal, la UE presentó diversas estrategias vinculadas al sistema agroalimentario. “De la Granja a la mesa”, la “Estrategia de Lucha contra la Deforestación” y la “Estrategia sobre la biodiversidad”, son algunas de ellas. Con estas acciones, la UE propone políticas como un etiquetado ecológico en el que, a través de “criterios ecológicos transparentes”, los consumidores puedan elegir sus productos “con conocimiento de causa”.
Sobre este punto, resulta importante entender que la imposición de los estándares privados —que, de por sí, son realizados por empresas certificadoras extranjeras— se traduciría en un aumento de costos de producción de difícil cumplimiento para pequeñas y medianas empresas. Además, otro factor que incide cuando se efectúan certificaciones—como la huella de carbono—es la competencia desleal que se genera entre productos europeos respecto a los importados de Argentina. Por ejemplo, si las emisiones de GEI se midieran en todas las etapas del ciclo de vida, puede que un producto europeo tenga mayor emisión de gases de efecto invernadero en la etapa de producción, pero que se compense con el importado que tuvo que ser transportado largas distancias hasta llegar a las góndolas.
El desafío de congeniar la protección de la salud y el medioambiente con la reactivación económica
La posición adoptada por la UE, encuentra justificaciones fuertes tanto en el deseo y la conciencia pública respecto al consumo de alimentos, así como también en la multiplicidad de estándares privados que coexisten en el mercado y la consecuente desconfianza de los consumidores respecto a la fiabilidad de estas etiquetas. Sin embargo, dicha estrategia medioambiental no puede ser observada como un accionar aislado, sino que debe analizarse en el marco de la guerra comercial y tecnológica entre China y Estados Unidos.
La UE, al verse fuera de la disputa de liderazgo por las telecomunicaciones, avanza en una estrategia ambiental agresiva que podría sobrepasar sus buenas intenciones ambientalistas y afectar seriamente el sistema económico mundial perjudicando, especialmente, las exportaciones de los países en desarrollo.
La existencia de reglas siempre hizo previsible el comercio internacional. El problema se profundiza porque esta crisis también puso en jaque al multilateralismo, situación que se vislumbra tanto en la OMC —acéfala, luego de la renuncia del brasileño Roberto Azêvedo— como en la OMS —criticada por distintos países por su gestión de la pandemia—. De esta forma, los gobiernos encuentran en los acuerdos país a país una forma de proteger sus intereses nacionales en materia comercial.
En consecuencia, un país con un potencial desarrollo agroexportador como el nuestro tiene dos caminos: o toma una actitud reactiva —de reaccionar si y sólo si, el mercado lo obliga— o ad opta una actitud proactiva —que convierta la amenaza en oportunidad—. Dada la delicadeza de la situación actual, anticiparnos a los hechos se presenta como la decisión más inteligente y estratégica.
Por todo ello, resulta urgente y necesario crear una alianza de intercambio del know-how entre el sector público y privado. Un camino, en ese sentido, implicaría buscar y negociar equivalencias a los sistemas de certificación privados extranjeros, a través de los cuales se pueda fortalecer los roles del Senasa —sobre aspectos de inocuidad alimentaria— y del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) —en materia de huella ambiental—.
La cooperación entre ciencia y prácticas comerciales es el camino para tomar las riendas de las negociaciones y evitar que se imponga una pseudociencia —con métricas basadas en valores por default— respecto a la diversidad de nuestros sistemas productivos. La pandemia exhibe que los procesos de certificación de la salud, el ambiente e, incluso, los sociales tienen una naturaleza público-privado y que, por lo tanto, generarán beneficios individuales y colectivos.