La toma del Capitolio debe entenderse como una instancia más en la crisis del sistema político norteamericano. Estos hechos, que representan un atentado contra la voluntad popular y el orden democrático, ocurren en un país que no ha ahorrado en la utilización de la “defensa de la democracia” como recurso para injerir en otros Estados. Varias han sido las naciones aliadas que han cuestionado el accionar , lo que nos permite preguntarnos cuál hubiese sido la reacción norteamericana si este acontecimiento hubiera ocurrido en nuestra región. Sin embargo, el objetivo de este análisis es comprender la naturaleza de estos acontecimientos, para los cuales hay que analizar la crisis política como parte de un fenómeno estructural mucho más profundo que el resultado de un proceso electoral.
Cuando se tienen en cuenta las fuerzas de la financiarización, los problemas irresolutos de la crisis de 2008, la disputa en el escenario global con China, el aumento de la desigualdad [1] y la pobreza en la nación más rica de la historia, uno encuentra las razones del descontento social que se canaliza en un discurso con tintes neofascistas. Cómo ha argumentado el analista político Thomas Frank, uno de los fenómenos políticos estadounidenses más importantes de las últimas décadas ha sido el surgimiento de lo que él llama “conservadores de reacción violenta” (backlash). Este “backlash” está compuesto en su mayoría por estadounidenses blancos de clase trabajadora y clase media que han reaccionado a su pérdida de estatus e ingresos relativos mediante la intensificación de un discurso conservador. Hablamos de una tendencia de mayor identificación con Dios, las fuerzas armadas y el Partido Republicano en oposición a la figura de los intereses de clase, organizaciones de la clase trabajadora y el Partido Demócrata.
Los problemas estructurales de una juventud cada vez más endeudada, incapaz de superar el estatus económico de sus padres, con dificultades para acceder a la educación, la salud y a trabajos industriales ha generado una polarización compleja que ha sido aún más profundizada por la pandemia. Los sectores progresistas encabezados por Bernie Sanders, movilizaron una buena parte de la juventud – fundamentalmente en los sectores de las minorías raciales norteamericanas y segmentos progresistas. Como contraparte, Trump consiguió movilizar a un conjunto de la sociedad compuesto por una mayoría blanca conservadora, disconformes con el producto de un modelo de desarrollo que marginaliza a vastos sectores de la población. En 2017 la respuesta del Partido Demócrata, anquilosado y funcional al establishment, fue decidirse por la salida más de centro-derecha que terminó con la elección de Trump. En 2020 se repitió la fórmula, con Joe Biden como la opción de centro-derecha del Partido Demócrata que aprovechó el desgaste presidencial y la irresuelta crisis general (la económica y la pandémica) para ganar las elecciones.
Mientras tanto, las crecientes tensiones entre los sectores de extrema derecha y los sectores moderados/progresistas se canalizaron en las calles y no solamente en las urnas. Durante las manifestaciones del movimiento Black Lives Matter, diversos grupos de conservadores y supremacistas blancos conocidos, impulsados por Trump, quien ha pasado estos últimos 4 años apuntando contra el partido demócrata y atribuyéndole todos los males de la nación –en sus propias palabras-, responsabilizando a la dirigencia demócrata por los disturbios sucedidos a partir de la muerte de George Floyd, se hicieron presentes bajo la excusa de querer restablecer la “ley y el orden”. En las urnas, la disputa se tradujo en las elecciones con el mayor nivel de participación de la historia (159 millones de votantes se hicieron presentes, un número inédito).
En términos electorales, el año comenzaba con un desafío para Biden. Mientras en el Capitolio se validaban los votos emitidos por el Colegio Electoral, el Partido Demócrata se enfrentaba con la posibilidad de una superioridad republicana en el Senado que, en un escenario de extrema polarización, los obligaba a concentrar todos sus esfuerzos en lograr un triunfo contundente en las elecciones para definir las dos bancas de senadores por Georgia que no pudieron definirse el noviembre pasado.
De no conseguir las dos bancas, los republicanos hubieran conservado la mayoría y la administración de Biden sencillamente no contaría con los votos necesarios para realizar ningún tipo de reformas, y se hubiera visto obligado a negociar todas las leyes con los republicanos. Si esto hubiese ocurrido, en el mejor de los escenarios Biden hubiese tenido que esperar a las elecciones de medio término (2022) para lograr cambios.
Todos los focos entonces estaban puestos en las elecciones de Georgia y el desempeño electoral de Jon Ossoff y Raphael Warnock, los candidatos demócratas, quienes lograron finalmente imponerse por sobre las opciones Republicanas. Sin embargo, las elecciones quedaron en un segundo plano, ya que, mientras tanto, manifestantes incentivados por Donald Trump -quien en sus intentos por mantener el poder llamó a sus seguidores a una especie de defensa, pero no por la democracia o la república, sino por él mismo- irrumpieron el débil cerco establecido por las autoridades, forzando la evacuación de los representantes y suspendiendo el proceso de ratificación.
En un Estados Unidos donde las fuerzas de seguridad se han visto cuestionadas por el desproporcionado uso de la fuerza ante las minorías (negras y latinas) durante las manifestaciones de Black Lives Matter, un grupo de jóvenes blancos armados, casi desnudos, disfrazados, irrumpieron en el Capitolio sin mayores obstáculos.
Hasta aquí, las respuestas de estos “polos opuestos” parecían dirigirse en el mismo sentido y con la misma intensidad. Mayor participación electoral y en las calles por parte de ambos sectores. Sin embargo, los acontecimientos de miércoles marcan un quiebre en esta dinámica. El sector que apoya a los Demócratas sostuvo su postura de mayor participación en las urnas, lo que significa un apoyo al sistema democrático mediante el voto a candidatos como Raphael Warnock, quien se convirtió en el primer Senador afroamericano de un Estado con 30% de población afroamericana. En la vereda opuesta, en vez de calmar las aguas, Trump sostuvo sus implicancias de fraude electoral, incitando a que estos sectores se decidieran por no solo tomar las calles, sino irrumpir con un ataque directo sobre las instituciones desconociendo el proceso electoral.
La polarización del electorado, de las elecciones en el Senado, la victoria en reductos republicanos cómo Georgia, y el desconocimiento de una fracción republicana fueron el detonante de este escenario de crisis construido sobre las bases de una desigualdad estructural. Hoy el escenario de disputa es total. Una élite evidentemente fragmentada, una grieta social, económica e ideológica (de centro a derecha extrema).
Las declaraciones de Trump de que la elección fue fraudulenta, fracciones de las fuerzas cómplices de la toma del Capitolio y los movimientos conservadores radicalizados irrumpen en un sentido hasta ahora impensado en la historia norteamericana. Se ha hablado, con base en los hechos, de un recrudecimiento de los discursos más como un fenómeno global que como una particularidad norteamericana. Esto se pudo ver con aliados a nivel regional con Bolsonaro a la cabeza, o figuras como Viktor Órban. Sin embargo, esta unidad ideológica se ha mostrado endeble considerando que no han habido mayores muestras de adhesión a los reclamos del candidato republicano por quienes supieron ser aliados en la arena internacional. Puertas adentro, el Partido Republicano se ha fracturado entre quienes, como el Senador Ted Cruz, apoyan a Trump hasta el final y quienes anhelan dar vuelta la página e iniciar una nueva etapa del partido.
Dispersados los manifestantes, Biden se encuentra con el desafío de alinear los factores de poder que le permitan mantener un gobierno estable, recuperar el crecimiento y recobrar el protagonismo internacional. Al lograr la paridad 50-50 en el Senado con los resultados electorales en Georgia, se abre la oportunidad para mantener, a pesar del contexto de polarización, un marco donde prevalezca la institucionalidad.
En un mar de incertidumbres, la única certeza es que Biden se enfrenta al desafío de detener el cada vez más acelerado declive social que pone en discusión la primacía norteamericana como la máxima potencia global.
[1] El Gini de EEUU es el más alto entre las naciones del G7 (0,43) y muy similar a países en desarrollo como Argentina (0,44) de acuerdo con PEW Research Centre, 2020. https://www.pewsocialtrends.org/2020/01/09/trends-in-income-and-wealth-inequality/