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Restricción Externa: El problema de hoy y siempre

Cuando escuchamos a los y las economistas intentar explicar un fenómeno de actualidad solemos notar siempre dos palabras clave que ordenan sus argumentos: oferta y demanda. La misma lógica es utilizada cuando se intenta explicar qué factores impulsan el crecimiento económico y, consecuentemente, qué lo limita o restringen. Los dos enfoques convencionalmente más difundidos ponen el ojo en una de las dos palabras clave. No obstante, desde el subdesarrollo y la periferia económica mundial se ha experimentado un limitante extra, que incluso puede poner un techo más bajo del que las dos limitantes tradicionales imponen sobre el crecimiento económico: la restricción externa. Dicha restricción, ampliamente conocida para todes aquelles habitantes de la República Argentina, no es más que el nombre que recibe en la literatura económica el fenómeno de una deficiencia en la generación de divisas para financiar el desarrollo. 

Ahora bien, cuando decimos divisa en realidad no es cualquier divisa. Es una sola la que reúne las condiciones de equivalente general de la economía mundial, al mismo tiempo que media el 90% de las transacciones comerciales internacionales y es la unidad de medida del 60% de las reservas soberanas: el dólar. La restricción externa podría decirse que no es más que un reflejo de los problemas de estructura productiva de una economía que, al mismo tiempo, puede ser acentuada y acelerada por una deficiente administración de la cuestión financiera. 

Con respecto a lo estructural: el grado de complejidad de la organización industrial y productiva existente en una economía se encuentra determinado por la expansión del mercado y por las capacidades técnicas que la división social del trabajo puede alcanzar. En la medida que el proceso y la producción se complejizan, aumentando la capacidad de generar valor, se constituye una cultura institucional y productiva que abarca diferentes aspectos: las capacidades de gestión empresarial, las capacidades de los trabajadores y la capacidad de formar trabajadores con conocimientos técnicos específicos. Así, dicha cultura conforma un capital social que va condicionando y, a su vez, es condicionado por el sendero de crecimiento y desarrollo de la producción industrial. De esta forma se establecen dos claves: el aprendizaje tecnológico y el desarrollo de nuevas instituciones que sean capaces de empujar el proceso industrializador hacia etapas más complejas.

A grandes rasgos y sin entrar por el momento en las heterogeneidades dentro de cada sector, el desequilibrio de la estructura económica argentina fue planteado por Marcelo Diamand en 1973, y su análisis, lamentablemente, a día de hoy mantiene una gran vigencia. Diamand caracteriza a la economía argentina como dual, con un sector agropecuario exportador y expulsor de mano de obra y, por otro lado, un sector industrial garante del empleo y el mercado interno pero con un déficit estructural en su balanza comercial. 

El sector agropecuario tiene la característica de producir bienes que conforman la canasta salarial del mercado doméstico y, además, producir la canasta exportadora de la economía nacional. Los precios domésticos de estos bienes agropecuarios están determinados por el precio internacional multiplicado por el tipo de cambio. Siendo el tipo de cambio determinante en la formación de este precio, es fácil  explicar el impulso que toman los precios de estos bienes con un aumento del tipo de cambio -devaluación-. De esta forma, la demanda interna al precio vigente funciona como determinante del saldo exportable, que se constituye como residuo entre el nivel de producción y el nivel de demanda local. Especialmente aquellos bienes agroindustriales que pueden denominarse bienes salario o “alimentos de la mesa de los argentinos y las argentinas”. Este saldo exportable es la fuente principal de ingresos de divisas para la economía. 

En definitiva, el sector agrícola posee las ventajas comparativas relevadas en la estructura económica nacional. El sector produce con un nivel de competitividad que le permite colocar su producción en los mercados internacionales con mayor facilidad. Sin embargo, dicho sector no es se caracteriza por ser intensivo en mano de obra con lo que no tiene la capacidad de generar altos niveles de empleo. 

Por su lado, el sector industrial tiene la característica de producir bienes para el mercado doméstico importando insumos y bienes de capital del exterior, además de ser el sector con mayores niveles de empleo. Los precios en el mercado doméstico de bienes industriales están formados por los costos de producción -salarios, insumos nacionales e importados, capital de trabajo – más el margen de ganancia. Este nivel de precios y costos es superior al nivel internacional en la mayoría de las cadenas productivas, con lo cual la capacidad de colocar estos productos en el mercado internacional es improbable al menos en el corto plazo. Además, el nivel de producción es determinado por la demanda, es decir, por el tamaño del mercado interno que, a su vez, es determinado por la masa salarial.

Se puede afirmar que el principal objetivo de un proceso de crecimiento con tintes desarrollistas implica generar una cultura productiva e institucional que pueda generar saltos de productividad en la producción industrial. Estos saltos de productividad permitirían entrar en un proceso de convergencia entre los precios y costos de producción locales hacia el nivel internacional. Ahora bien, ¿Cómo es que entonces la dinámica de esta estructura productiva nos lleva hacia la restricción externa?

Los procesos expansivos de la economía nacional traen aparejados un déficit en la balanza comercial. Para aumentar la producción industrial es necesario importar bienes de capital e insumos, de hecho, diferentes estudios han ubicado la elasticidad PBI – importaciones en 3. Esto significa que cada vez que crece la economía un punto porcentual, las importaciones lo hacen 3 veces más rápido. Sin embargo, las exportaciones no siguen ese mismo ritmo, con lo cual lo que importamos crece a un ritmo mayor de lo que exportamos que no es otra cosa que se acelera la salida de dólares mientras que no lo hace la entrada de ellos.

A este fenómeno productivo hay que añadirle otro, que es la canalización del ahorro nacional. No son factores culturales ni un amor desmedido por el billete verde lo que explica el fenómeno, sino una sucesión de décadas en las cuales el que apostó a la moneda nacional vio cómo sus ahorros se licuaban, mientras quien apostó por una divisa internacional o activos valuados en dólares -como inmuebles- tuvieron una rentabilidad de largo plazo positiva. Suena lógico, entonces, que en el inconsciente colectivo resuene “si querés cuidar tus ahorros, compra dólares”. Esto, justamente, es lo que debe ser cambiado, como no se cansa de repetir el ministro de economía Martín Guzmán en cada aparición pública. Ahora bien, es un problema mayúsculo que va a llevar más de una generación y será paulatino, son necesarios muchos años en los que el que apueste a la moneda nacional gane respecto a quien lo hace a las divisas hacen falta. Es fácil afirmarlo, más es difícil diseñar un sistema de incentivos que nos guíen por ese camino a largo plazo sin abrir otros frentes de tormenta.

La sangría causada por el desfasaje en el ritmo de crecimiento de las importaciones y las exportaciones de la economía, sumados al preponderante ahorro en divisa extranjera y las utilidades de las empresas extranjeras radicadas en el país que se giran hacia las casas matrices generan un problema que, otra vez, se puede abordar tanto por oferta como por demanda.

Cuando pensamos en abordarlo desde el lado de la demanda, el comúnmente conocido como cepo cambiario, se transforma en la herramienta para morigerar la formación de activos externos para ahorro y la restricción de importaciones para el frente comercial. Sin ahondar demasiado, este último punto podemos decir que no es beneficioso para el funcionamiento de la economía en su conjunto ya que se necesita de esos insumos importados y también de algunos bienes finales. Con respecto a la restricción a la compra de divisas, es algo relativamente común en muchas economías subdesarrolladas y, dada la tendencia de la población argentina a ahorra en dólares, es más que razonable que se mantenga en el tiempo, como también es necesaria una batería de medidas complementarias para aumentar el ahorro en pesos y el mercado de capitales doméstico. Es ese el horizonte que plantean Cecilia Todesca, Martín Guzmán y Alberto Fernández en sus discursos.

Abordando herramientas de oferta tenemos la tan obvia como dificultosa tarea de aumentar nuestras exportaciones, así como también la de financiar la sangría en el mercado internacional de capitales. Sin embargo, una no es posible sin la otra o, mejor dicho, la única solución real es la primera. Financiarlo con deuda no es más que posponer el problema y, si este financiamiento no es utilizado para transformar la estructura productiva para que aumente su generación genuina de divisas, estaremos en el futuro en un problema parecido pero peor. En esta hipotética instancia tendremos que aumentar nuestras exportaciones para financiar nuestras importaciones, pero, además, para repagar nuestras deudas. 

El párrafo anterior es un reflejo cabal de lo que pasó entre 2015 y 2019 durante el gobierno de Mauricio Macri. Argentina se endeudó con el mercado de capitales, liberó la compra de dólares y tuvo déficits récord de balanza comercial. La entrada de dólares especulativos estaba garantizada con tasas de interés en pesos estrafalarias, que hacían que fondos de inversión extranjeros vengan a dejar sus dólares a Argentina, pero solo por un tiempito, el que duren ese nivel de tasas de interés. De manera bastante previsible, “el mercado” se dio cuenta que esto era insostenible y en abril del 2018 intentaron salir todos juntos, impulsando dos devaluaciones bruscas en el lapso de un par de meses. Sin embargo, debido a que esto no fue suficiente para parar la sangría y se acudió al FMI. 

Ni los dólares conseguidos en el mercado de capitales internacional ni los del programa con el FMI fueron utilizados para aumentar nuestra capacidad de repago y, en 2019 la corrida cambiaria luego de las P.A.S.O fue tan importante que ni con otra depreciación de la moneda y el FMI fue suficiente: Hernán Lacunza restringió el acceso a la demanda de dólares y luego lo endureció en octubre.

Las consecuencias de estas devaluaciones no fueron otras que las comunes y muy nocivas en términos económicos y sociales: redistribución regresiva de la riqueza y los ingresos -aumento de la pobreza-, impulso inflacionario -la inflación más alta desde la hiperinflación- y recesión económica con su consecuente pérdida de puestos de trabajo.

En definitiva, Alberto Fernández asumió el 10 de diciembre de 2019 en ese escenario negativo de haber profundizado la herida con el cuchillo del financiamiento externo mal utilizado. Así el objetivo primordial desde un primer momento fue reestructurar la deuda en dólares, tanto con el sector privado como con el FMI. El primero está cumplido, resta el segundo para poder tener previsibilidad de cuáles serán las necesidades financieras de Argentina en los próximos años. 

No obstante, el problema estructural nos seguirá atravesando hasta que logremos configurar entramados productivos con capacidad de colocar valor agregado en mercados foráneos. Para ello, comenzar con un diagnóstico adecuado es fundamental, en parte eso pretenden ser los diez consensos y seis desafíos publicados por el Ministerio de Desarrollo Productivo hace unos días. Entre ellas se incluye un aspecto fundamental que es la necesidad  de darle centralidad al aspecto regional de las políticas de desarrollo productivo. Hoy son muchos los sectores productivos en diferentes regiones de la argentina que están en condiciones de aumentar la escala de producción para competir en el exterior, reducir las barreras logísticas internas que quitan competitividad resulta central para capitalizar esas exportaciones.

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