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Jair Bolsonaro: ¿quién es el Pinochet brasileño?

Por Gabriel Cortés

Brasil Uber Alles

Septiembre de 1986, segundo año del gobierno de transición a la democracia de José Sarney. En una columna de opinión de la Revista Veja, el principal formador de opinión del “círculo rojo” brasileño de los años ’80, un ignoto capitán del ejército se quejaba de los bajos sueldos para los militares. Titulada, sin eufemismos ni sofisticaciones “Los salarios están bajos”, la pieza es crítica de los mandos, encuadra la problemática de los salarios militares en el marco de los bajos salarios en el Estado, desfila algunas quejas de tono corporativo-sindical y concluye:

Hago público este testimonio para que el pueblo brasileño sepa la verdad sobre la situación de los profesionales preparados para defenderlo. Corro el riesgo de ver mi carrera de devoto militar seriamente amenazada, pero las exigencias de la crisis y de la falta de perspectiva que enfrentamos es mayor. Soy un ciudadano brasileño cumplidor de mis deberes, patriota y detentor de un legajo impecable. A pesar de eso, no puedo soñar con las necesidades mínimas a las que una persona de mi nivel cultural y social debería aspirar. Amo a Brasil y no sufro de desvío vocacional. Brasil por encima de todo.

Al artículo le siguieron una prisión de quince días por indisciplina, cientos de telegramas de apoyo de oficiales y sus esposas. Al año siguiente un confuso episodio: nuevamente la revista Veja pero ahora condimentado por protestas por mejores salarios incluyendo bombas, amenazas de muerte a periodistas, bocetos para un atentado en un acuífero. Otra vez llevado a juicio, sorpresivamente el Supremo Tribunal Militar lo absolvió. De golpe, ese joven capitán de 32 años, casado y con tres hijos, adquiría notoriedad nacional cuando anunció su pase a reserva y el inicio de una carrera política.

El sistema electoral brasileño, en el cual todas las candidaturas son nominales y no existen las listas, favorece las representaciones sectoriales en los parlamentos: con los votos de la “familia militar” a Jair Messias Bolsonaro le alcanzó para ser elegido concejal en la ciudad de Río de Janeiro en 1988 por el Partido Demócrata Cristiano, cargo que ocupó por escasos dos años, siendo elegido diputado federal por el estado de Río de Janeiro en las elecciones de 1990, puesto que revalidaría en otras seis elecciones consecutivas.

Pigmeo del Boulevard

Desde el principio de su carrera política, Bolsonaro se caracterizó por sus posiciones extremas en cuestiones sociales y por su constante reivindicación a la dictadura militar que gobernó Brasil entre 1964 y 1985. Uno de sus primeros caballitos de batalla como legislador fue la promoción de programas de esterilización masiva a las clases populares, argumentando que “no alcanza con paliativos, salir a repartir folletitos a la población carenciada que es analfabeta”. También quedó conocido por sus constantes ataques a los derechos de las minorías y por el apoyo a políticas de tipo mano dura, siendo ferviente defensor de la pena de muerte, castración química, legalización de la tortura, ejecuciones sumarias, entre otras. En cuestiones económicas, sus posiciones se caracterizaban por ser constantemente nacional-desarrollistas, a tono con las tradiciones de la dictadura militar que tanto alababa.

En aquellos tiempos convulsionados del impeachment a Collor y el realismo mágico del gobierno Itamar, el excéntrico ex-capitán logró cierta notoriedad con sus ideas extremas y sus ataques a troche y moche, incluso defendiendo el cierre del Congreso – lo que equivaldría en la práctica a la liquidación de su fuente de trabajo. Esa notoriedad le bastó para ser el tercer diputado más votado de Rio de Janeiro en las elecciones de 1994, esta vez por el Partido Progresista Reformista (sic). El diputado cambiaría varias veces más de sigla: en 1995 el PPR se fusiona con el PP, formando el Partido Progressista Brasileiro (PPB), donde permanece hasta 2003, pasándose ese mismo año al Partido Trabalhista Brasileiro (PTB), al Partido del Frente Liberal (PFL) en 2005, al recreado Partido Progressista (PP) ese mismo año, al Partido Social Cristiano en 2016 y finalmente al Partido Social Liberal en 2018.

En las dos décadas posteriores a 1994, Jair Messias no cambió mucho: lo que cambió fue el país a su alrededor. Con la estabilidad económica del Plano Real, la suave transición de Fernando Henrique Cardoso a Lula y la extraordinaria expansión económica, política y social de los primeros años del siglo XXI la sociedad brasileña experimentó un incipiente bipartidismo que empujó a personajes exóticos a los márgenes de la política. En lugar de masificarse, Bolsonaro se consolidó como un personaje de nicho: de la tercera colocación en las elecciones de Rio de Janeiro en 1994, pasó al décimo lugar en 1998, 21 en 2002, 14 en 2006 y 11 en 2010.

El Poder Legislativo en Brasil, fragmentado en docenas de partidos, tiene un lugar específico para las microsiglas y los parlamentarios sectoriales o temáticos: como diría Jorge Asís, son los “dadores voluntarios de gobernabilidad” del sistema, permitiendo a lo largo de años de rosca política conformar mayorías circunstanciales y aprobar las leyes que todo gobierno necesita. En su lado virtuoso, a cambio de apoyos específicos para una ley o un paquete de medidas, las PyMEs de la política logran, a su vez, incluir las demandas de su base de sustentación y así mantenerse vigentes frente a su electorado. No parece ser el caso de Bolsonaro: en 2015, año de sus bodas de plata con el Congreso, festejó la aprobación de su primer proyecto. Para justificar su baja efectividad, explicó: “Soy totalmente discriminado por ser un hombre de derecha. Algunos proyectos (se los doy) para que otro diputado los presente, porque si aparece mi nombre ya sabemos que no va a salir”.

Lo suyo, más que la productividad legislativa fue la ampliación de la PyME familiar: contratos para novias y sus familiares, cargos electivos para sus hijos y ex-esposas, aumento del patrimonio, contribuciones ilegales, lavado de dinero, compra de propiedades. Acusado de haber contratado a su novia, su suegro y su cuñada, contestó que “cuando los contraté yo no estaba casado con ella, por lo que no se encuadra en la figura de nepotismo”. En otro momento, acusado de malversación de fondos del subsidio vivienda para diputados, manifestó irónicamente que “como en esa época yo estaba soltero, la plata la usé para coger”.

No importó que afirmara que Fernando Henrique Cardoso debiera haber sido fusilado por la dictadura, que manifestara que si tuviera un hijo homosexual o drogadicto lo “molería a palos”, que declarara que una diputada “no merecía siquiera ser violada” por fea o que otro diputado era un “quema-rosca” (por gay). No importaron los treinta pedidos de juicio político, las denuncias o la indignación que su presencia provocara. El cuerpo político brasileño creyó en la importancia de la contención de los extremos: como enseñara Chico Buarque en ese samba-himno del fin de la dictadura militar, “Vai Passar”, en el gran carnaval de la democracia hay espacio para el corso de los barones hambrientos, la comparsa de los napoleones irredentos y los pigmeos del boulevard.

La Tormenta Perfecta

En principio se podría pensar una vez más que no fue Jair Messias el que cambió, que fue la sociedad alrededor suyo la que se le acercó. En el escenario convulsionado y agrietado de la difícil reelección de Dilma Roussef en 2014 las consignas autoritarias, retrógradas, anti-izquierda y anti-política de ese ex-militar encontraron un público: cuadruplicó sus votos respecto a la elección anterior y logró ser el diputado federal más votado en Rio de Janeiro. El mismo electorado que le dio la presidencia por cuarta vez consecutiva al PT eligió al Congreso más derechista desde la restauración democrática en 1985.

La ola conservadora reforzó tres bloques poderosos, principalmente en la Cámara de Diputados: la “bancada armamentista”, que propone mayor acceso de la población civil a armas de fuego; la “bancada evangélica”, conformada por 87 diputados evangelistas de distintos partidos que articulan en contra de leyes como identidad de género, matrimonio igualitario, interrupción voluntaria del embarazo, educación sexual en las escuelas; y la “bancada ruralista”, que se opone a los derechos de los indígenas a la tierra, a cualquier tipo de medida ambiental o de protección de bosques y a la lucha por la erradicación del trabajo esclavo. Juntos, esos grupos conforman un poderoso interbloque conocido como la “Bancada BBB”, por los bueyes, la Biblia y las balas. Aupado en esa ola conservadora y poniéndose al frente del golpe parlamentario a Dilma Roussef, Bolsonaro se lanzó como precandidato a la Presidencia. Lo que al principio parecía un chiste de mal gusto desembocó en un 46% de los votos válidos en la primera ronda de las elecciones presidenciales de 2018.

A priori, no era inevitable que el veterano diputado capitalizara de tal manera el vuelco a la derecha: de hecho, sus posiciones siempre fueron consideradas demasiado extremistas por los representantes de las tres bancadas conservadoras. Su irascibilidad y predisposición natural a la confrontación lo hicieron históricamente poco confiable para políticos que en definitiva buscan impulsar una agenda. Quizá fue justamente esa falta de ataduras y compromisos previos los que lo pusieron en posición ideal para articular entre los intereses no siempre convergentes de las tres B.

O quizá el gran mérito de Bolsonaro haya sido estar ahí cuando el zeitgeist se volcó a la derecha. En momentos de crisis, la sociedad brasileña tiende a recurrir a su variante particular de nuestro que-se-vayan-todismo: pone en la Presidencia a un Salvador de la Patria, el “anti-político”, la figura que se presenta como externa al sistema y que viene a limpiar la peste acumulada por siglos de Historia. En 1960 fue Jânio Quadros, con su escoba para barrer la corrupción; en 1990 fue Fernando Collor, el cazador de privilegiados; en 2018, de manera más truculenta aparece Jair Messias con su metralleta para matar a los corruptos.

El gobierno del PT tuvo la extraordinaria habilidad de cumplir con creces su misión histórica de sacar de la miseria a millones de brasileños: mejorar la infraestructura, invertir en educación y salud, políticas progresivas de ingresos y redistribución. Pero en el imaginario popular el PT era más que eso: como buen Salvador de la Patria, se esperaba de Lula que también viniera a limpiar el barro de la política brasileña. Pasaron los escándalos: Mensalão, LavaJato, Operação Sanguessuga, Renangate, Operação Anaconda, Caso Gamecorp; en el juego conjunto de medios de comunicación, think tanks de derecha y poder judicial, el PT no pudo romper la imagen de que jugaba con las mismas reglas (y las mismas trampas) que los partidos tradicionales que había venido a reemplazar.

Perro viejo aprende trucos nuevos

Los votos a candidatos de derecha en 2014 son un potente recordatorio de cuánto cambió la sociedad brasileña en los primeros años del siglo, pero no alcanzan a explicar la construcción del mito: la ola conservadora por sí sola no hubiera llevado a los electores a las playas del bolsonarismo. Juntar los votos con el candidato requería un trabajo más fino de ingeniería marketinera y para eso sutilmente moderó sus discursos. “Voy a seguir disparando, pero ahora con silenciador”, anunció.

Su primera misión fue junto a sus colegas parlamentarios de la derecha. Cualquier candidatura sería inviable si los propios conservadores lo siguieran manteniendo a la distancia por sus posiciones extremas. La articulación más natural fue obviamente con la bancada de las balas, y al pasarse al PSL para disputar la elección presidencial, Bolsonaro captó a los tres principales dirigentes (ex oficiales) de esa bancada para su nuevo partido: los diputados Mayor Olimpio, Comisario Waldir y Comisario Fernando Francischini.

Con la bancada de la Biblia la relación resultó inesperadamente fácil. A pesar de declararse católico, sus posiciones extremas en cuestiones como la esterilización masiva de poblaciones en situación de vulnerabilidad siempre le generaron conflictos con amplios sectores de la Iglesia y esa desconfianza mutua le allanó el camino de acceso al voto evangélico – acceso que el ex-militar cuidadosamente construyó a través de relaciones personales con los líderes de las principales denominaciones, hasta recibir la bendición del poderoso pastor Edir Macedo, líder de la Iglesia Universal del Reino de Dios que controla el segundo conglomerado de medios de Brasil después de la Red Globo.

El punto más complicado quizá haya sido lograr que entre bueyes no hubiera cornadas. Para empezar, ya desde 2016 el diputado empezó a cambiar su patrón de votaciones en la Cámara, abandonando sus tradicionales posturas nacionalistas que lo llevaron a acompañar la mayoría de las leyes económicas de los primeros gobiernos del PT: en ese año, facilitó con su voto el fin del monopolio de Petrobras en la explotación de las áreas hidrocarburíferas conocidas como “Pré-Sal”. Para completar la pirueta, declaró “no entender nada de economía” y designó a Paulo Guedes, economista ultra-liberal, como su referente en materia económica. En su conversión al liberalismo, Bolsonaro logró mucho más que el apoyo de la bancada ruralista: con ese pase de prestidigitación, la red de institutos, fundaciones y think tanks de derecha que se agruparon en el armado social y político del golpe contra Dilma Roussef encontró un candidato.

A pocos días del segundo turno de las elecciones presidenciales, con Bolsonaro como favorito, es indudable que la construcción del mito – o el engendro de Frankenstein – fue electoralmente eficaz. Pero esa construcción de una alianza electoral potencialmente exitosa a partir de un candidato que hasta hace dos años era considerado invotable por una inmensa mayoría de la población brasileña ¿servirá para gobernar? Algunas de las piruetas que tuvo que hacer el diputado para ampliar su base no le generaron problemas con sus bases originales – al fin y al cabo, no hay nadie más a la derecha que él para capitalizar un potencial descontento. Pero, en el tramo final de la campaña, el mismo candidato tuvo que salir a suavizar su nuevo liberalismo y hacerle guiños a la Iglesia Católica.

A primera vista, la Historia parece jugarle en contra a Jair Messias: ni Jânio ni Collor pudieron terminar sus mandatos. El electorado brasileño parece tan dispuesto a depositar sus votos en estos candidatos anti-sistema como lo está a darles la espalda cuando las cosas no salen exactamente como prometido.

Paulo Guedes: el Cavallo de Troya de Bolsonaro

Se graduó en Economía por la Universidad Federal de Minas Gerais en la década de los 80´s y obtuvo una maestría en la Fundación Getulio Vargas. Pero, si algo lo define de pies a cabeza, es el doctorado que obtuvo la Universidad de Chicago.

Criticó tanto el Plan Cruzeiro del presidente José Sarney en los 80s como la política bancaria de Fernando Collor de Mello en los 90s, así como también tuvo reparos con el Plan Real de Cardoso. En todos esos casos, apeló a argumentos del liberalismo ortodoxo, basados en la reducción del tamaño del Estado, el recorte de gastos, el mantenimiento del cambio flotante y la apertura de la economía al comercio internacional. Guedes también fue uno de los fundadores del Banco Pactual – rebautizado BTG Pactual en 2009 -, presidió Ibmec, una escuela de negocios, y ayudó a crear el Instituto Millenium, un think-tank patrocinado por algunos de los mayores empresarios de Brasil y del exterior, y con estrechos vínculos con el grupo Movimiento Brasil Libre (MBL), responsable de los actos de desestabilización del gobierno de Dilma Roussef en 2013 y 2014. Además, siempre tuvo un tránsito fácil en la prensa: escribió durante años para la Revista Exame y el Diario O Globo. Actualmente es CEO del grupo privado de administración de pensiones (AFJP brasileras) Bonzano, uno de los más importantes de Brasil.

No sería hasta principios de este año que obtendría más notoriedad que nunca en su vida. Bolsonaro –un candidato que dice abiertamente no saber nada de economía- lo eligió como su súper Ministro de Economía. Así, de ganar las elecciones Bolsonaro, Guedes será titular de una nueva cartera ministerial que uniría los actuales Ministerios de Hacienda, Planificación e Industria y Comercio, así como también la Secretaría encargada de las concesiones y privatizaciones.

Ya declaró que quiere privatizar todas las empresas públicas con excepción de Itaipú y alguna otra que Bolsonaro defina como estratégica. Esta política incluye Petrobras, empresa estatal de petróleo brasilera creada en 1954, nunca privatizada desde ese entonces y con ganancias de más de U$S1.900 sólo en el primer trimestre de este año. Desde que Bolsonaro lo oficializó como su candidato a Ministro de Economía, Guedes protagonizó diversas intervenciones públicas y reuniones con empresarios y fondos de inversión. En todas esas ocasiones defendió la reducción del déficit fiscal, la reforma jubilatoria, la reforma laboral y medidas de fomento a la competitividad y al “espíritu emprendedor”.

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